De obras de Swedenborg

 

El Cielo y el Infierno #2

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Capítulo 1 (EL CIELO): El Dios del Cielo es el Señor

2. Lo primero será saber quien es el Dios del cielo, puesto que de ello dependen las demás cosas. En el cielo entero sólo el Señor es reconocido por Dios del cielo y ningún otro. Allí dicen, como Él mismo enseñó:

Que Él es uno con el Padre; que el Padre es en Él y Él en el Padre; que quien ve a Él, ve al Padre y que todo lo Santo procede de Él (Juan 10:30, 38; 14:9-11; 16:13-15).

He hablado varias veces con los ángeles sobre este particular, y siempre han dicho, que en el cielo no se puede partir lo Divino en tres, porque saben y sienten que la Divinidad es única, y que es única en el Señor. También han dicho, que los de la iglesia que llegan del mundo, teniendo la idea de tres Divinidades (Divinas Personas), no pueden ser admitidos en el cielo, puesto que su pensamiento pasa continuamente de uno a otro, y allí no es permitido pensar tres y decir uno; porque cada uno en el cielo habla por el pensamiento, siendo así que allí el hablar es pensar, o sea el pensar es hablar, por lo cual los que en el mundo han dividido la Divinidad en tres, formándose separada idea de cada uno, y no habiéndolos reunido y concentrado en el Señor, no pueden ser recibidos, porque en el cielo tiene lugar una comunicación de todo pensamiento; por lo cual si allí entrase alguien que pensara tres y dijera uno, sería en seguida descubierto y rechazado. Pero hay que saber que todos aquellos que no han separado la verdad del bien, o sea la fe del amor, al ser instruidos en la otra vida, reciben el celestial concepto del Señor de que Él es el Dios del universo. Otra cosa sucede con los que han separado la fe de la vida, es decir, los que no han vivido conforme a los preceptos de la verdadera fe.

  
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De obras de Swedenborg

 

El Cielo y el Infierno #277

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277. La inocencia de la infancia o de los niños no es la inocencia genuina, porque sólo existe en forma exterior y no en forma interior; no obstante, se puede por ella conocer de que carácter es la inocencia, porque trasluce en sus rostros, en algunos de sus gestos y en su primer hablar, produciendo impresión a pesar de que no tienen pensamiento interno; porque ignoran todavía lo que es el bien, y lo que es el mal, lo que es la verdad, y lo que es la mentira, de cuyo conocimiento proviene el pensamiento; por eso no tienen circunspección de y por sí mismos, ni intención ni deliberación y por consiguiente tampoco mala intención; no tienen una naturaleza propia, adquirida por el amor a sí mismo y por el amor al mundo, no se atribuyen cosa alguna a sí mismos, todo agradecen a sus padres, contentos de las pocas e insignificantes cosas, que les son regaladas, se alegran de ellas; no tienen cuidados por el alimento y los vestidos ni por las cosas venideras; no miran al mundo ni apetecen muchas cosas del mismo, aman a sus padres, a su nodriza y a sus pequeños compañeros, con quienes juegan inocentemente; se dejan conducir, atienden y obedecen; y, puesto que están en este estado, admiten bien todas las cosas en su vivir; de ahí tienen, sin saber de donde, modales decentes; de ahí tienen su hablar y de ahí tienen un principio de memoria y pensamiento, para cuyo recibimiento e implantación su estado de inocencia les sirve como medio. Pero esta inocencia, como se ha dicho arriba, es exterior, puesto que sólo es del cuerpo, no de la mente; su mente no está todavía formada, porque la mente es el entendimiento y la voluntad y por ello el pensamiento y la inclinación. Me han dicho del cielo que los niños están con preferencia bajo el auspicio del Señor, y el influjo tiene lugar desde el íntimo cielo, donde existe el estado de inocencia; que el influjo traspasa sus cosas interiores y que al traspasarlas no las afecta más que por medio de la inocencia; que por ello la inocencia aparece en el rostro y en algunos gestos y que ella es lo que íntimamente afecta a los padres, causando así el amor que se llama amor paternal (storgé).

  
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